Para poder soportarlo, el cerebro humano se auto-diseña un mapa del sufrimiento y cuando tienen el depósito lleno va borrando el excedente.
Pero estamos obligados a mirar al mar sin angustia y, en casos como el Mediterráneo, casi lo debemos venerar con gratitud.
En Ibiza hemos perdido décadas, como en todo. Quizás ha sido una suerte que los ayuntamientos no hubieran actuado en las riberas hace cuarenta años, porque tiemblo de pensar lo que hubieran hecho y en el peor de los casos ya estaría inservible o bajo las olas.
Pero sesenta años después del nacimiento del turismo de masas podemos mirar las vistas, al mismo mar y debemos invertir una parte de las sumas astronómicas que ha generado el turismo.
En toda la isla se intenta facilitar accesos peatonales y adecentamiento de viales. Casi es normal en una isla que ha pasado de doscientos mil turistas a dos millones. Diez veces más. Esto ha creado unas necesidades de infraestructuras innegables y sería pueril y peligroso dar entrada a los turistas y después no atenderlos.
Bajo este mecanismo uno acepta las actuaciones en playa den Bossa, las que prometió Narbona e “ignoraba” Joan Clos. A mí me gusta más sin cemento, pero ello ya no es posible.
También debe actuarse en decenas de calas y accesos en nuestras costas. Y mejor hacerlo bien, con luz y taquígrafos, para evitar que se nos inflame la corrupción y el amiguismo.
Y finalmente, el acantilado sobre el que se asientan los magníficos edificios históricos de Vila, el ayuntamiento, el Convento, etc. Se derrumbarán seguro, pero no sabemos cuando. Al menos se debería asegurar con o sin escollera o creando incluso, un paseo abierto al público. Es urgente e importante.