Ya quedan pocos troncos eminentes como Marcel Floris que nos ha abandonado hace unos días, a la edad casi bíblica de 93 años.
No era un pionero de
Son los elefantes de Ibiza.
Pasaron por el siglo a reglón seguido y sorbieron año tras año. La única regla era, siempre que puedas huye de la guerra. Algunos, como Picasso, ni siquiera eso. Walter Benjamin incluso tradujo la guerra a su manera y la introdujo en su corpachón de corazón cansado.
Pero en 1971 llegaron muchos sudamericanos. Muchos. El crujimiento de la estructura social y política en Chile, Argentina, y supongo que en Venezuela, aconsejó a muchos creadores progresistas alzar el vuelo mientras pudieran hacerlo. No todos tuvieron tanta suerte.
Pero Marcel Floris, francés nacido en Ieras (Francia) no era un artista de trazos políticamente significativos. Es que revoloteaba. Ibiza comenzaba a estar de moda y aquí existía entonces un cierto caldo de cultivo.
Sólo basta recordar la galería de Ivan Spence a la que todavía faltaban cuatro años por derrumbarse sobre sí misma. Carl estaba en una fase muy creativa y muy activa. Carl van der Voort fue un espíritu muy aglutinador y la personalidad que –sin escribir, por Dios, afortunadamente- mejor supo organizar el arte y los artistas en la isla y de cara al exterior.
Hizo lo que pudo, movió mucho y acabó extenuado, harto y enfermo. La isla ya no aceptaba gente así. La isla requiere encefalogramas planos, técnicos turísticos y políticos adocenados que se sometan al arbitrio de los grandes destrozadores.
Una vez conseguido esto, no queda nada. Ni arte, ni isla ni alegría: eso sí, discotecas a toda pastilla.
Marcel Floris fue muy elegante, muy discreto y acomodado. Un hombre minimal, educado y bien adaptado. A mí me gustaban mucho más sus obras de tintas planas, realizadas en Caracas. En Ibiza se centró en la escultura de diseño aparentemente simple, con una limpieza y sobriedad de elementos que respondían a un concepto noble, frío.