Quizás porque hemos sido siempre y yo mismo provengo de lo más profundo de una sociedad rural, me gusta mucho hablar de los animales. Es el viejo recurso que ya empleaban los clásicos griegos (grandes animadores y fundadores de la polis, la ciudad, pero provinentes ellos mismos, como todos, de la sedentarización de las sociedades agrarias): las fábulas como método de ilustrar y de mostrar.
Si les prestáramos más atención seguirían en el centro de toda pedagogía, pues ellos tienen otros recursos biológicos que el ser humano ya no tiene o ha olvidado.
Ellos son un termómetro de la salud circundante. Y en Ibiza vamos apañados si empleamos la observación de los animales para descubrir síntomas. Quiero decir que hemos traginado mucho, hemos trastocado el orden de las cosas y hemos dejado las islas hechas un caos que no hay por donde coger.
Ahora se pretenden aplicar apaños y soluciones de urgencia. Pero hemos alterado el orden cósmico, o sea el orden ordenado y nuestros pájaros no se reproducen o han desaparecido. Tenemos problemas en los acantilados y en el mar, como en el caso de la pardela y otras aves que desconozco.
Hemos roto el equilibrio de los fondos y de las grutas: incluso los murciélagos, que mira que es gente discreta y benéfica, pues les hemos desahuciado y se encuentran pasando apuros por la invasión intrusiva de la gente. Se está echando a los murciélagos de las torres y de las cuevas.
Ya sólo nos hace falta exterminar todavía más si cabe a los búhos y a las lechuzas para que esta isla recupere los tiempos en que el paludismo nos mataba.
Me refiero a una isla en la que nadie cazará mosquitos ni ratas. En tierra firme nos comerán los parásitos, pero si intentamos moderar nuestros calores en el mar, nos encontraremos con una pantalla gelatinosa provinente de una generación enfermiza de medusas.
Nada más. Ni nada menos.
Ahora que cada cual le añada el grado de exageración que quiera. O que haga chistes con el tema.