Yo me he pasado la vida hablando bien de toda la isla, viniera o no a cuento. Como yo sabía que era el orgullo del pequeño recién crecido, nadie me lo tendría demasiado en cuenta.
Hablar bien de Ibiza era, por lo tanto, una necesidad psicológica del insular que ve crecer el buen nombre de su tierra. Ibiza siempre iba en mis títulos.
Pero no fue sólo el buen nombre. Creció todo, incluso las malas hierbas, los ladrillos, las instalaciones, el número de turistas, el ruido, las incomodidades.
Y llegó un día en que cesé en mi orgullo un poco infantil. Al principio pocos lo comprendían, pero ahora veo y leo las cartas al director y creo que no cabe ninguna duda: Ibiza es un lugar con una ínfima calidad de vida, se vive mal en Ibiza y es muy caro. Y es incómodo. Y todo queda lejos.
Lo peor, la ciudad de Ibiza, a la que se le concedió este título para que pudiera optar a un obispado propio. Y ahí quedó la cosa.
Nadie pareció darse cuenta, pero el urbanismo (que no sabe de fronteras sobre el papel) creció en las zonas adyacentes de San José, San Antonio y Santa Eulalia. Se ha dibujado un imponente núcleo urbano que está desgobernado por cuatro alcaldes.
Poco a mucho, lo que se haga, siempre es insuficiente. El de Ibiza se pasa los cuatro años agotando el presupuesto levantando la avenida España o Vara de Rey (eso va por turnos), y después el resto de la ciudad crece alocadamente sin aceras ni cuidados. ¿Y los otros tres? Pues… qué otros tres. Ni aparecen.
Inicialmente, en los 70 y los 80, los habitantes de los arrabales iban, vivían, trabajaban en Vila, que aglutinaba juzgados, comisarías, hospitales, taxis, bibliotecas, etc.
La ciudad no pudo hacer frente a los gastos ordinarios. Subió los impuestos. Y muchísimos salieron pitando, matricularon el coche en otro municipio o cambiaron para intentar dormir mejor. ¿Y ahora como está? Bien, gracias. Ya a punto de levantar Vara de Rey otra vez.