A lo largo de la primera quincena de enero ha bastado ir leyendo los resúmenes del año publicados en las páginas del Diario para tomar cumplida certeza de una cosa: vivimos en una sociedad subvencionada hasta lo indecible. Y me gustaría saber por qué. Esto no ocurre en casi ningún país civilizado, al menos en este nivel. El Estado y sus instituciones quizás puedan en un caso puntual copatrocinar un acto que pueda parecer interesante por sus valores culturales, sociales o promocionales. Pero que tengan que vivir los sindicatos, los asociaciones de empresarios, consorcios, empresas públicas de ignota procedencia, institutos, religiones, fondos de cooperación, y a saber cuántas cosas más, de un dinero sobrevenido y administrado alegremente por la Administración no me parece justo. Ni eficaz. Ésta ya dispone de un contingente de funcionarios y de empleados muy superiores a los que se pueden soportar. El dinero que el Gobierno nos detrae de nuestros bolsillos probablemente sería mejor invertido o ahorrado si nos dejara en paz.
Lo que ocurre ahora es demencial por indigerible e insostenible. ¿Por qué tenemos que pagar con nuestros impuestos el presupuesto de las pymes o de las cafeterías o de los sindicatos o de las patronales? ¿O por qué tenemos que pagar por unas exposiciones que no interesan a nadie o para hacer un cine que apenas atrae ni a un solo espectador? ¿O para publicar libros vacuos, superfluos, en ediciones carísimas? Bastante hacen el Estado o las instituciones facilitando estudios, servicios e información al ciudadano. Todo el resto son michelines de grasa sobrante que nos salen carísimos, tanto que están esquilmando al ciudadano. El derroche (otra forma de corrupción) es irritante, cuando un alto porcentaje de ciudadanos apenas llega al día 14 de cada mes.
Yo comprendo que es muy fácil tirar de la subvención. Leo las páginas del Diario y son varias las personas que en vez de trazar un plan de viabilidad o de actuación en sus colectivos (asociaciones, en general) se pasan media entrevista lamentando que el Consell o el Ayuntamiento les ha rebajado o retrasado las asignaciones presupuestarias.
Que cada asociación se organice de acuerdo a un organigrama, que cobre cuotas a los socios y para ello que ofrezca servicios útiles para los asociados. Este lloriqueo ante las instituciones estaría bien en una sociedad socializada (por esto, no funciona el socialismo), pero no en una sociedad abierta. Especialmente voraces suelen ser los catalanistas o los satélites que orbitan por las proximidades de estos entes. En realidad, editoriales, prensa, institutos, plataformas, radios, tendrían que trabajar con su propio dinero, en igualdad de condiciones con los demás. No se entiende la subvención perpetrada por el Ayuntamiento –lo digo como un ejemplo entre muchos, hay varios, pero prefiero no dar nombres– al otorgar 38.000 euros al Institut d'Estudis Eivissencs para que imparta un determinado número de clases en catalán. ¿Por qué no se financian clases en castellano también en igualdad de condiciones? O mejor aún, ¿por qué los contribuyentes tenemos que financiar las clases a nadie, habiendo en todo caso ministerios, diputaciones, generalitats y consells para cada caso? ¿Cuándo va a cesar este derroche atroz que nos condena a la pobreza y a la incultura?