Al principio fue un simple vahído, una sensación fugaz, pero con el paso de los años se ha ido convirtiendo en una certeza casi alarmante: Ibiza ha desaparecido y lo ha hecho en tan elevado grado que podríamos decir que Ibiza ya no existe. Esto es una evidencia, tanto si la contemplamos desde el mar como si la observamos desde el aire: Ibiza se ha volatilizado y en su lugar se nos aparece un mazacote de cemento, viales, pancartas, ladrillos y asfalto. Cabe todavía la esperanza de que exista oculta entre la maleza electrodinámica y si empezáramos a excavar, y algún día los arqueólogos lo harán en el futuro si no son simples funcionarios del ministerio, quizás encontraríamos trazos de la auténtica isla.
Esta situación alcanzaría tintes apocalípticos si empezaran a reventar las tuberías de la extracción petrolífera, como en el Golfo de México. Pero yo confío en la fortaleza del dios Baal, el terrible, que dominaría los vientos y expulsaría el crudo hacia el sur de Francia y hacia Italia. Los ibicencos somos conscientes de que la isla ya no existe y no guardamos luto, porque hemos convertido esta muerte pagana en un ritual de duelo que se repite cada verano. Por esto vivimos medio año como ibicencos y el otro medio en una obra de teatro que se titula ´La temporada´.
La gente ya no dice que ha vivido cinco años en Ibiza, sino que ha trabajado cinco temporadas. Somos temporales temporeros en una Ibiza de temporada. Ejercer de ibicenco significa ser un fijo discontinuo con la isla. Por ello no nos extraña que Ibiza sea un decorado de cartón piedra desde mayo hasta octubre. A los nativos, a veces nos cabrea, porque no podemos elegir, pero nos compensa, porque es nuestro medio de vida y somos los primeros en encender los contadores, limpiar escaparates, iluminar calles y cribar un poco la arena y desbrozar los solares repletos de lavadoras con sobredosis de cal.
Toda la isla es una sobredosis durante la temporada. Las carreteras aparecen bloqueadas por enormes pancartas ilegales –en su mayoría– pero simpáticas para que el turista no pueda ver ni un atisbo de paisaje auténtico de la isla, que cubre pudorosamente cualquier signo externo de felicidad. Si no, no se vendería droga.
El ruido acongojante lo empieza a invadir todo y las algas amarillentas pudren las aguas costeras, llenas de sobredosis –otra– de purines y fecales. Toda la isla hace ostentación de su poderío en cartón piedra. Todo es escenario.Regresan los hippies de plástico, que estaban refugiados en la India, Marruecos o Vietnam porque no pueden pagar los precios de las islas. Se llenan las discos de musculosos acartonados por los esteroides y en vez de los homosexuales de siempre regresan los palomos o las drag queens de Chueca a brincar. Todo es artificio, colorines, purpurina, incluso la dorada es de piscifactoría y las lechugas de El Ejido. El agua no es propiamente agua, es desalada; el taxista pirata no es ni una cosa ni otra ni el coche es taxi; el día y la noche se confunden en una sucesión diabólica que lleva a algunos a la locura. Toda la isla aparenta rutilante felicidad, exuberancia y riqueza: las mafias comienzan a facturar ante la mirada atónita del autóctono, que no entiende que la isla de cartón piedra se haya convertido en una gran discoteca, promocionada año tras año con el dinero de sus impuestos heterosexuales. Cuando la prensa cebada o de recebo habla de todo esto dice que ´Ibiza es así´. Y que es mágica. Olé.