El fenicio dispone de casi tres horas y decide recorrer la zona de Poniente de Dalt Vila, lo que se dice un rompepiernas. Cruza el Portal Nou, ya sin tablas, un umbral que ha cruzado cientos de veces, toma aliento en la plaza del Sol, donde se cobijó unos cuantos años de los setenta. Deja a la espalda el baluarte de San Pedro, repleto de recuerdos musicales, teatrales y comienza a escalar la ronda de Calvi hasta llegar al baluarte de San Jaime. La museización hubiera sido perfecta si esta intraciudad estuviera habitada o visitada por gente civilizada. La mayor parte de los indicadores y pancartas explicativas ya están borradas o erosionadas. Una vez más, llegado a esta altura y contemplando los muros de lo que ha de ser algún día el Parador –¿se acabará algún día? abandonen toda esperanza– el fenicio se rasca la closca.
Está cavilando.
Dalt Vila es de las pocas cosas ibicencas que resisten mal que bien los embates de los piratas. Los contuvo antes y los detiene ahora. Todo lo demás va cayendo en manos de la electrografía foránea, que será muy ruidosa, pero que no tiene nada de ibicenca ni del espíritu de la isla, por mucho que usen esta jerigonza pringada de misticismo y pseudomagia. Cuando alguien me habla de la magia de Ibiza ya sé seguro que es alguien que acaba de llegar y que no sabe nada de la isla. Seguramente un veraneante que ha leído algo en la revista Telva o en Elle.
El fenicio agradece la brisa agresiva, fría. Contempla los islotes y a lo lejos la hermana Formentera que sigue haciendo estiramientos para calentar motores de cara al ferragosto. Mira las paredes del castillo, ahora ya un Parador imposible. Mira de reojo el clausurado Museo Arqueológico, que no puede reabrirse porque le falta un urinario. Miro la torre de la catedral: «Ultima Multis» decía antes el reloj. Entro en la Curia para recoger folletos, magnífico edificio de antiguas leyes y de arcaica justicia.
Al lado puede visitarse el centro de interpretación de la antigua ciudad de Yebissah, o sea, la medina árabe. Fragmentos de gruesa muralla en una ciudad que fue próspera y rica, hasta la llegada en 1235 de las fuerzas catalanas, que la sumergen (inmersión histórica) en la miseria, el hambre y la peste de la que los miserables isleños no se librarían hasta el siglo XVIII, por poner una referencia. Sigo bajando y visito el tantos años esperado palacio de Can Comasema, que exhibe una muestra permanente de los Puget, padre (pinturas) e hijo (acuarelas sobre todo).
Además suele ofrecerse una exposición temporal. Este edificio dio muchos problemas, gasto en abundancia y ha quedado resuelto para cumplir su función expositiva. Tampoco me da tiempo de estudiarlo más a fondo, pero observo que para ponerse a tono con la isla de la música, las discotecas y el baile, algunas baldosas ya bailan un poco, contagiadas por el ritmo de la isla del éxtasis.
El sudor inunda al pobre fenicio errante. Pasa por delante de la capilla de San Ciriaco, por donde no entraron los catalanes usando un pasadizo secreto que no existe. Fui el único, al menos que yo sepa, que jamás dio crédito a este cuento. La soldadesca cristiana no entró por ningún pasadizo, simplemente entró por las puertas. Ah, por cierto, y después se fueron de Ibiza. Somos fenicios.