Lluvias torrenciales que se llevan media Huesca y parte de los Pirineos por delante, pero amaga en Ibiza en una tumultuosa pelea de nubes con el útero reseco y al final solo caen unas gotas misérrimas que incendian más el ambiente cargado de humedad y pestilencia. Retumban dos truenos, caen dos benditas gotas y se acabó la embestida. Qué año, el 2015. La isla desecada, la vegetación esperando la chispa liberadora y los acuíferos otra vez asalitrados en su mayor parte. No hay salida. No hay agua, no hay espacio.
Veo que los sorprendidos turistas sentados en el puerto deportivo notan las aguas sucias del puerto mojando sus sandalias. El mar ha subido de nivel, dicen. No, que va, es que Ibiza, sometida al peso de casi 400.000 turistas semicocidos –en su punto, sagnants, en realidad– se va hundiendo. Ibiza se sumerge. Y las aguas saladas vienen bautizadas con una extraordinaria aportación de nutrientes que huelen fatal. Ibiza recupera la pestilencia orgánica, que a los multimillonarios les encanta. Es la pátina biológica de la historia: una película de mierda recubre las aguas de todo el espejo del puerto.
Y no solo en Ibiza. En toda la isla, rebosan los líquidos negros, porque las depuradoras no tienen suficiente hígado para filtrarlo todo. Y el aire no huele a pino ni a romero, como sugieren estos fabricantes de colonia con nombres rurales de Ibiza: huele a eso, a la materia fecal que lo tiñe todo. Ibiza, mientras huela a mierda, tiene el futuro asegurado. Ya que no puede oler a napalm por la mañana, al menos desprende esta profunda fetidez que impregna los yates de quienes sienten nostalgie de la boue. La nostalgia del barro que es de donde proceden muchos dineros de estos ladrones y traficantes, reciclados en turistas de lujo.
Ibiza recupera así una de las características de sus dos mil años de historia: la fetidez implacable, un hedor a autenticidad histórica, desde las factorías del múrex en Botafoc para fabricar la púrpura, hasta los almacenes medievales y los secaderos de pescados putrefactos. Un puerto que no oliera a muerte es que no tenía vida. Ibiza tenía vida y olía fatal. Hoy recupera su identidad histórica cartaginesa. Los yateros y desfalcadores se lo cuentan por el whatsapp: qué mal huele Ibiza, no se cabe, todo está por las nubes. Pero no se va ni uno. Se quedan a disfrutar del desastre desde el palco de su yate, como el cabroncete de Nerón ante las llamas de Roma. Incluso la Savina tiene su olorcito de acequia fenicia. No se salva nadie. La única buena noticia es que ya llegará octubre y toda esta turba viciosa partirá a freír espárragos. Supongo.